Por: Dr. Iván Martínez Díaz

La grave ola de problemas sociales parece repuntar sin control. Algunos sectores lo atribuyen a los efectos del COVID-19, otros a la falta de disciplina y mano dura con los jóvenes; los más sensatos señalan las fragilidades del sistema educativo, mientras que los longevos culpan a los avances tecnológicos y los religiosos a la pérdida del amor a Dios.
Lo cierto es que, enfocados en garantizar nuestra supervivencia y alcanzar el tan anhelado sueño de ser más felices y exitosos, vamos deambulando por la vida en piloto automático. Buscamos suplir superficialmente nuestras necesidades, pero desatendemos lo biológicamente esencial: nuestras emociones, nuestro ser, nuestros propósitos y nuestro entorno. En este empeño por alcanzar los más altos estándares de perfección social, terminamos usando múltiples máscaras para anestesiar emociones y quedarnos anclados a estados de narcisismo sin sentido, desconectados de nuestro propio ser.
Las consecuencias han sido devastadoras. Nos hemos perdido de la realidad y de quienes amamos. Ya no miramos a los ojos, no compartimos, no escuchamos. Estamos concentrados en tener estatus, dinero y en satisfacer necesidades superficiales, sin importar si lo hacemos sobre los escombros de nuestra familia, nuestra salud o nuestros propios sueños.
"La utopía del amor propio se ha transformado en una cultura del ego, y el resultado es evidente: hemos dejado de luchar por lo que importa. Solo importo yo, y lo que pase con los demás ya no es problema mío. La razón es simple: estamos tan enfocados en satisfacer nuestro propio yo, que no somos capaces de ver con claridad el entorno que nos rodea."
La solución está en retomar el rumbo, pero sin anestesiantes ni placebos. La clave es redirigir los conceptos de éxito y felicidad hacia el amor por lo que hacemos, para así desarrollar una mirada más apreciativa de nosotros mismos. Esto implica aprender a detenernos, a tomar micro momentos para respirar, romper el analfabetismo emocional y mirar hacia nuestro interior. Es fundamental escucharnos más, valorar nuestros talentos, reconocer nuestros errores, celebrar nuestros triunfos, y, sobre todo, ser compasivos con nosotros mismos: no flagelarnos, no aparentar ser perfectos.
Cuando logremos esto, estaremos en condiciones de reconciliarnos con nuestro niño interior, que clama ser escuchado, comprendido y dignificado. También podremos acercarnos a las personas que están a nuestro lado, pero alejadas de nosotros; a esos otros que, al mirarnos a los ojos, pueden reconfortarnos tanto como nosotros a ellos.
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